viernes, 1 de marzo de 2013
Isabel del Río nos cuenta cómo nació 20 Relatos del Fin del Mundo
¿Cómo nació 20 Relatos del Fin del Mundo?
Últimamente hablamos mucho sobre 20 Relatos del Fin del Mundo / 20 Relats de la Fi del Món, el nuevo libro de la editorial Otros Mundos, pero os preguntaréis, ¿cómo nació la idea?
En el mes de septiembre, aún con el abrasador y pegajoso calor de Barcelona (quizá uno de los motivos por los que pensamos en el Fin del Mundo), quedé con un buen amigo (y uno de los autores de la antología). En un principio íbamos a comer a un japonés y hablar cómo había ido el verano y en qué andábamos metidos, cuando, al comentar el nacimiento de Otros Mundos surgió una lucecita en nuestras cabezas: ¿y si planeábamos una antología de relatos con autores amigos para ayudar a arrancar a la editorial?
Hablamos sobre ello durante toda la comida. Tan emocionados estábamos que ni nos dábamos cuenta de lo que nos traía el camarero (o de que Messi nos pasó al lado después de comer en un salón privado). Pero entonces llegó otro interrogante: El Tema.
En ese momento todo el mundo hablaba del fin del mundo Maya, pero sinceramente, ninguno de los dos creíamos que fuera a terminarse el mundo, así que una antología sobre el fin del mundo no nos parecía gran cosa. Pero entonces sonreí y dije: Bueno, eso depende, si vemos el fin del mundo como un nuevo principio, la cosa cambia mucho.
Pagamos la cuenta y salimos del establecimiento. Y como suele ser normal en mi querido amigo, tenía una sorpresa preparada. Me llevó a toda prisa (pues yo entraba a trabajar en media hora) a tomar un café exprés con un antiguo editor y galerista.
Después de presentarnos y admirar las obras de artistas como Warhol que decoraban la entrada, nuestro anfitrión nos hizo pasar al salón del loft que se había montado en la planta baja de la casa. Allí, frente a la mesa donde dejó las tazas de café instantáneo, estaba el cuadro. Me quedé plantada sin saber qué decir y mi amigo preguntó: ¿Qué te pasa?
Miré el cuadro, miré a los dos pares de ojos que me observaban en plan “a esta tía se le ha frito el cerebro por el calor” y dije: ¡Es la portada perfecta! ¡¡El Pavocalipsis!!
Bien, así nació la idea. Por supuesto, después de aquel día hemos trabajado muy duro para que este libro sea posible y, desde Otros Mundos, deseamos que lo disfrutéis a tope.
jueves, 28 de febrero de 2013
Y desde el Fin del Mundo llega... Helena Pons
Helena Pons
Alena Pons (Barcelona, 1985) es licenciada en Traducción e Interpretación de inglés y chino. Friki de la cabeza a los pies (de esas que se disfrazan para estrenos de películas), siempre ha tenido claro que su vida estaría dedicada a los libros. Ha trabajado en diversas editoriales y en la actualidad colabora con diversas empresas del mundo editorial.
<< Riel tenía una trayectoria sin mácula como ángel de la Muerte.
Sentía tal desconexión hacia la Tierra que era el arma, el más eficiente de todos los ángeles de la Muerte. Además, era el seguidor más ferviente de las Leyes de la Muerte, el códice de seiscientas ochenta y cuatro reglas que regía su existencia. >>
Alena Pons (Barcelona, 1985) és llicenciada en Traducció en Interpretació d’anglès i xinés. Friki del cap als peus (de les que es disfressen per les estrenes de pel.lícules), sempre ha tingut ben clar que la seva vida estaria dedicada als llibres. Ha treballat per diferents editorials i actualment col·labora amb diverses empreses del mon editorial.
<<En Riel tenia una trajectòria sense màcula com a àngel de la Mort.
Sentia una desconnexió tan forta cap a la Terra que era l’arma més eficient entre tots els seus companys. A més a més, era el seguidor més fervent de les Lleis de la Mort, el còdex de sis-centes vuitanta-quatre regles que regia la seva existència. >>
martes, 26 de febrero de 2013
Espectros, por Esther Galán: Relato Finalista.
Espectros
por Esther Galan
Finalista de concurso Yo Sobreviví al Fin del Mundo
Otros rumores más escalofriantes y menos lógicos se sucedieron. Tales como que algunas personas se habían cruzado o habían visto de lejos a alguno de los desaparecidos o suicidas. Los que afirmaban haber tenido un contacto más cercano a ellos contaban que ya no parecían personas, sino más bien espectros y que su sola presencia les llenaba de malestar y desasosiego. Los que narraban haberlos visto de lejos también coincidían en la terrible sensación interior que aquellos seres les provocaban. La diferencia entre unos y otros es que los primeros acababan desapareciendo también, dejando la huella negra en los últimos lugares en los que habían estado; y los que sólo los habían percibido en la lejanía no.
Crecieron el número de suicidas, y todos ellos tenían en común que habían visto de lejos a una de aquellas criaturas. El pánico se apoderó de la ciudad y poco a poco el lugar pasó de ser un sitio muy transitado, ruidoso, vivo a estar abandonado, silencioso y muerto. Los habitantes quedaron divididos entre seres que se paseaban “sin vida” y aquellos que luchábamos por instinto de supervivencia.
Recuerdo que mi propia compañera de piso había desaparecido, dejando una marca profunda y negra en el sofá, donde se sentaba siempre. Apenas dos días después, mientras introducía la llave en la cerradura de casa para entrar, percibí que había algo dentro, algo que me observaba a través de la mirilla. No alcé la cabeza. Saqué la llave de la cerradura, di media vuelta y con paso rápido salí del edificio. Supe que ella, Stacy, de una forma horrible aun seguía dentro del piso. Y también supe que quería atraparme. Quería mi alma.
De eso hace casi un mes. No soporté estar en la ciudad mucho más tiempo, cada vez había menos personas vivas y más de aquellos espectros deseosos de tener un alma. Algo que devorar, tal vez energía vital para poder seguir en esta dimensión. Todavía no sé qué son con certeza. Ted, un conocido con el que me encontré cuando estaba intentando escapar de una de aquellas cosas, los llamó fantasmas. Me explicó que a él casi le atrapan en los lavabos de un centro comercial, ahora abandonado. Cómo una chica, apenas adolescente se acercó a él, su rostro desdibujado, casi traslúcido. Su mirada era oscura y penetrante y Ted no tuvo más remedio que escapar por una pequeña ventana que había en los servicios.
Ahora le miro y siento que hicimos lo mejor. Él conduce mientras nos alejamos de cualquier zona habitada. Llevamos el maletero lleno de provisiones y mantas para pasar las frías noches dentro del vehículo. Sigo sin creerme que lográramos salir con vida de aquella ciudad atestada de fantasmas. Y lo mejor de todo es que no estoy sola, él me protege y vela por mi bienestar.
Ladeé la cabeza que tenía apoyada en el cabecero y le miré. Conducía de noche a una velocidad media con las luces largas dadas, atravesando la niebla espesa que se concentraba a los pies de la montaña. Cubriendo la carretera y rodeándonos a nosotros.
—¿Crees que lo conseguiremos? —le pregunté en un susurro apenas audible.
Ted pestañeó en silencio sin apartar la vista de la carretera. Sus rizos le cubrían parte de la frente.
—¿Conseguir el qué?
—Sobrevivir —contesté.
—Si logramos mantenernos alejados de los sitios poblados —comentó con su voz neutra, relajada— y si tenemos suerte.
Asentí sin apartar la mirada de su cara, pálida y manchada de cenizas, cubierta de algunos rasguños pero fina. Como si la hubieran tallado. Sonreí, era extraño pensar en lo hermosas que eran sus facciones mientras el mundo se iba a la mierda, pero en ese momento, dentro de aquel coche que encontramos en un arcén, en la oscura noche y con aquella espesa niebla pululando a nuestro alrededor no sabía en qué más pensar. No se me ocurría nada. Mi mente había renunciado a volver a ser racional, dejé atrás hace algún tiempo la idea de que esto se arreglaría, de que todo saldría bien. Sólo me quedaba una cosa. El presente.
Poco a poco, mis ojos se fueron cerrando, todo se iba oscureciendo más y más. Todo excepto la piel blanca de Ted que resaltaba entre tantas tinieblas. Y sin darme cuenta me quedé profundamente dormida.
Me desperté al oler la carne frita. No usábamos aceite así que el bacon mañanero que conseguimos ayer en la última gasolinera que vimos no sabría igual que el de siempre. Aunque no importaba. Apenas lograba recordar cómo sabía el bacon frito con aceite en una sartén, una neblina se iba apoderando de nuestras mentes haciéndonos olvidar las cosas que eran cotidianas. Di cuenta del desayuno con un hambre voraz, casi animal. Tenía la ligera sensación de que cada vez éramos menos humanos, como si volviéramos a nuestra raíces. Los sucesos que habíamos vivido nos estaban haciendo cambiar, y no precisamente para mejor. Miré en derredor y descubrí que Ted descansaba acostado en el asiento trasero del coche. Ocupaba todo el espacio y se había cubierto con una manta hasta la cabeza. Apenas unos rizos curiosos asomaban entre la tela. Al verlo no pude evitar sonreír mientras limpiaba la cazuela en la que cocinábamos todo con un trapo sucio, demasiado usado en poco tiempo. Me acerqué al coche y guardé los bártulos en el maletero, después cerré con cuidado de no dar un golpe fuerte y despertar a mi acompañante. Bebí un buen trago del agua viciada que contenía la sucia garrafa que estaba a medio terminar, y tomé el relevo al volante.
Conduje durante toda la mañana, parando dos escasas veces para orinar junto al coche, en plena carretera y seguir nuestra ruta. El frío de la montaña nos asediaba, nada que ver con la extraña frialdad de las ciudades deshabitadas. Era antinatural, algo horrible que ponía los pelos de punta. Una especie de gelidez en la nuca que te hacía saber que estaban ahí, mirándote. Intentando cazarte.
Sólo de pensarlo se me revolvía el estómago. Tanta gente a la que quería se había esfumado, dejando aquella espantosa marca negra que señalaba su transformación en “entes”. Mi familia, mis amigas y amigos, mis compañeros, vecinos y conocidos. Todos ellos ya no existían, o si lo hacían, si habían sobrevivido como nosotros tal vez nunca volviera a encontrarme con ellos. Al recordarlos noté como mis ojos se humedecieron. Me los froté intentando prestar atención a la solitaria carretera y evitando pensar en esas cosas que hacían crecer en mí aquel sentimiento fatalista de que esto no tenía sentido, que si me hubiera dejado coger por mi compañera de piso, Stacy, ahora no tendría que estar sufriendo por dentro ni malviviendo en un mundo asolado.
Recuerdo que uno de mis profesores de instituto me mandó hace algunos años un libro que hablaba de la peste. Aquella gran enfermedad que se llevó consigo a buena parte de los seres vivientes del mapa. Esta era nuestra peste, la peste del siglo XXI. Una enfermedad que te va matando poco a poco y te hace saber que estás muerto en vida. Aquellos malditos monstruos eran nuestra epidemia.
Anocheció y Ted todavía no se había despertado. Lo contemplé sintiendo la calidez que desprendía su cuerpo bajo la manta. Su respiración tranquila, acompasada y el olor que desprendía e inundaba el interior del coche. Puse las luces de emergencia y paré en la cuneta para descansar. Llevaba demasiadas horas pegada al volante y los ojos me empezaban a escocer. Suspiré mientras me frotaba suavemente los párpados con las yemas de los dedos, creando círculos que calmaran el malestar de mis globos oculares. Una extraña tranquilidad rodeaba nuestro vehículo. Escuché cómo salía y entraba el aire en Ted, cómo lo iba expulsando sin prisa. Me centré únicamente en eso, en él, en su olor y en la respiración que me acompañaba. Dispuesta a conducir un rato más fui incapaz, cuando cerré los ojos no volví a abrirlos.
Pesadamente abrí los ojos, frotándolos con fuerza al darme cuenta que ya estaba amaneciendo. La niebla seguía rodeando todo el trayecto y al ir a arrancar el coche caí en la cuenta que se había terminado la batería al haberme dejado las luces de emergencia dadas toda la noche. Un frío espasmo me recorrió la espalda. Si no nos movíamos podríamos ser presas fáciles para aquellos seres incorpóreos. Mi ansiedad aumentó y comencé a pisar el acelerador mientras forzaba la llave en el contacto para poner en marcha el coche, pero no funcionaba. El ahogado ruido del motor intentando arrancar me taladraba los oídos, las manos comenzaron a sudarme y un desasosiego me poseyó. Comencé a hiperventilar y gemir mientras golpeaba el volante con ambas manos, presa de un ataque de pánico. Cuando de pronto reparé en que Ted no estaba a mi lado. Me giré y miré la manta que descansaba cubriendo el asiento trasero. Alargué mi mano manteniendo mis pensamientos al margen. No podía creerme que se hubiera marchado, que me hubiera abandonado ahí, en mitad de la nada. Al agarrar la manta y arrastrarla hasta mi, mis peores temores se confirmaron. Ahí, en el asiento trasero reposaba una marca negra similar a cenizas y entonces mi mente se bloqueó. Escuchaba mi propia respiración, agitada y nerviosa, poblar el interior del coche. Estaba sola, Ted ya no estaba y en su lugar había una mancha oscura, como la de aquellos que desaparecen tras ver un ser. Y entonces comprendí.
Ocurrió cuando paramos en la gasolinera para abastecernos con lo que encontráramos. Me había quedado fuera, sacando la gasolina con una goma a otro coche que estaba abandonado cerca de un surtidor. Ted salió del establecimiento a prisa, con la cara lívida y tenso. Sólo me dijo:
—Vámonos ―y se metió en el vehículo a toda prisa, arrojando lo que había encontrado en la gasolinera al asiento trasero del coche.
Le pregunté pero no me respondió, condujo como un loco y yo pensé que sería porque tal vez había intuido que allí había uno de esos entes. Pero ahora, mientras miraba aquella señal indudable de muerte supe que no lo había intuido, ni siquiera lo había visto de lejos. Aquel ser que había en la gasolinera le miró a la cara, frente a frente, y le robó el alma.
Una pesada lágrima resbaló por mi mejilla. Ted era lo único que me quedaba y ahora, sin él estaba perdida. Me dejé ahogar en la desesperación mientras apretaba el volante con ambas manos. Los nudillos se marcaron bajo mi piel y la respiración se atascaba en mi garganta. Fue cuando noté aquella fría sensación en mi nuca, que bajó por mi espalda clavándose en mi piel. Un frío antinatural pobló el coche empañando los cristales y entonces noté que había alguien detrás de mí, en el asiento trasero. Tenía la vista fija en el volante del coche y me resistí a girarme y encararlo. Sabía lo que me encontraría. Alargué la mano hacia el tirador para abrir la puerta y correr por aquella carretera fantasmal, pero, inconscientemente mis ojos se deslizaron al espejo retrovisor que tenía sobre mí.
En el reflejo distinguí unos ojos blanquecinos, vacíos que me miraron acercándose más y más. Ted ya no era Ted pero seguía aquí, dispuesto a que siguiéramos juntos. Grité, grité apartándome del espejo mientras el espectro de lo que un día fue Ted devoraba mi alma, convirtiéndome en uno de los suyos.
lunes, 25 de febrero de 2013
Se acerca el fin del mundo, y con él... Francesc Miralles
Hijo de una modista y de un administrativo ilustrado, nació en Barcelona el 27 de agosto de 1968. Periodista, escritor, editor y músico, ha publicado en sellos de autoayuda, juvenil y adulto, y su grupo Nikosia acaba de lanzar su tercer disco al mercado. Entre sus títulos podemos encontrar Amor en minúscula, Retrum, La profecía 2013 y Ojalá estuvieras aquí.
Fill d’una modista i d’un administratiu il.lustrat, va néixer a Barcelona el 27 d’agost de 1968. Periodista, escriptor, editor i músic, ha publicat en segells d’autoajuda, juvenil i adult, i el seu grup Nikosia acaba de donar a llum el seu tercer disc. Entre els seus títols trobem Amor en minúscula, Retrum, La profecía 2013 i Tan de bo fosis aquí.
miércoles, 20 de febrero de 2013
Relato finalista y un sospechoso vídeo...
Escuchamos un ruido... Nos damos la vuelta y ahí está. Uno de los relatos finalistas del concurso Yo sobreviví al fin del mundo y un vídeo que nos ha enviado un amigo de Otros Mundos: http://youtu.be/DMvgLrrtMrA
El mundo de los niños perdido
por Laura Tejada
Finalista del concurso Yo Sobreviví al Fin del Mundo
Cuando los primeros rayos de sol comenzaron a filtrarse entre el ramaje del bosque, el sonido de unas pisadas quebró el mortecino silencio de la mañana. Las botas de piel se hundían en la nieve con cada paso que daba su dueña, cuya silueta, oscurecida por el color negruzco de sus ropas, manchaba la blancura casi total que reinaba en la helada espesura.
Finalmente, al llegar a su destino, se detuvo.
Con un suspiro cansado, se agachó para contemplar más cómodamente lo que tenía ante sí. Sus rasgados ojos color tierra, enmarcados por una pálida tez femenina, observaron con satisfacción la presa capturada por la trampa que ella misma había dispuesto la tarde anterior.
Era una liebre de pelaje mullido y bien alimentada que, junto a las dos ardillas que ya llevaba a buen recaudo en su zurrón, le daría de comer durante varios días.
Erika, que así se llamaba la joven, no podía estar más satisfecha. Durante el invierno era muy difícil encontrar algo que llevarse a la boca, sobre todo cuando contaba con tan escasas horas de luz para moverse por el bosque. En alguna ocasión se había encontrado a la intemperie tras el anochecer, pero no había sido por su propia voluntad. Nadie en su sano juicio salía al anochecer.
Nadie que quisiera seguir con vida.
La noche pertenecía a los Carroñeros; así era como Erika los llamaba. Después de que la enfermedad se extendiera por todos los rincones del mundo; después de que miles de millones de personas murieran infectadas y las ciudades quedaran desiertas; incluso después de que cualquier resquicio de civilización se consumiera; mucho, mucho tiempo después, los Carroñeros eran el mayor miedo de cualquier ser humano tras la enfermedad.
Se movían en grupos, de unos cuatro o cinco componentes, en su mayoría hombres, y vagaban como nómadas, aprovechando la oscuridad para cazar animales y saquear personas. Erika los había visto en más de una ocasión. Había presenciado cómo robaban y asesinaban, y había visto lo que les hacían a los niños...
Todos sabían que eran ellos, los niños, los que transmitían la enfermedad. Cuando la muerte se desató y llegó el fin de todo cuanto conocían, los adultos dejaron de protegerlos. El terror a infectarse provocó que a muchos de ellos los dejaran atrás, a merced de los Carroñeros y a sabiendas de que estos los ejecutarían en cuanto los encontraran.
Era una realidad dura, pero era la realidad. De hecho, Erika ya ni siquiera recordaba cómo era el mundo antes, solo sabía cómo era ahora: solitario, frío y cruel. No había pasado, ni futuro. Lo único que importaba era el presente, y la única regla imperante era sobrevivir. Por eso Erika se arriesgaba a salir de su guarida cada amanecer y se mantenía oculta durante la noche. Por eso se sentía tan contenta mientras recorría el camino de regreso a su cabaña, con aquellos animales muertos a buen recaudo en su zurrón. Tener alimento para dos o más días enteros era todo un privilegio, significaba que no tendría salir ni encontrarse en peligro. Sin embargo, aquella mañana, el peligro estaba a punto de encontrarla a ella.
Frente a la entrada de su pequeño refugio camuflado por la nieve, vio una figura menuda que intentaba hallar un modo de entrar desesperadamente. De inmediato, Erika desenfundó su cuchillo y muy lentamente se acercó al intruso, procurando hacer el menor ruido posible. Lo cogió de la parte de atrás del abrigo y lo apartó de la cabaña con un fuerte empujón, arrastrándolo más de un metro de ella.
Sorprendida por lo poco que pesaba, Erika no dejó de amenazarlo con su arma, dispuesta a defender su guarida con uñas y dientes.
—No te atrevas a dar un solo paso —le amenazó al ver que se levantaba y se disponía a huir—. Date la vuelta —le ordenó.
Entonces, cuando el escurridizo intruso se volvió hacia ella, mirándola directamente, sintió que el corazón le daba un vuelco.
Era un niño.
Tendría unos doce años y parecía alto para su edad. Estaba muy delgado y tenía un rostro infantil de piel pálida, nariz pequeña y mejillas recubiertas de pecas. Varios mechones de cabello negro se adherían a su frente sudada, cruzando el celeste de unos ojos endurecidos por el paso del tiempo que se afanaban en ocultar un temor profundo y angustiante.
Durante un momento, el silencio tejió una red de dudas y sorpresa entre ambos, y Erika sintió que el miedo la embargaba. Hacía casi un año que no veía a un solo niño; y aquel podía estar infectado… Incluso el mismo aire que los dos respiraban podía estar infectándola a ella en ese preciso instante.
—Enséñame el pecho —le ordenó, aún con el cuchillo en la mano, pues todos sabían que el primer síntoma de la enfermedad era la aparición de rojizas pústulas por todo el torso.
El niño, nervioso, pareció dudar un segundo, pero luego abrió su abrigo y sus ropas con resignada obediencia, mostrándole la blanca piel de su desnutrido cuerpo, completamente sana en apariencia.
Erika estuvo a punto de decirle que se marchara, pero entonces oyó unas voces gritar en la lejanía y miró al chico alarmada, descubriendo en él una mirada de pavor y súplica. Supo, sin mediar palabra, que los Carroñeros lo estaban persiguiendo. Su frente estaba perlada de sudor y su respiración agitada, como si hubiera estado huyendo toda la noche. También comprendió, al mirar aquellos celestes ojos aterrados a punto de quebrarse en lágrimas, que le estaba pidiendo ayuda.
Erika se debatía entre un terrible dilema: si ayudaba al chico se arriesgaba a infectarse y a que los Carroñeros la mataran al creer que estaba enferma, pero si lo abandonaba, ellos lo ejecutarían como a un animal.
Su mente se convirtió en un hervidero de sentimientos y raciocinios que luchaban febrilmente por alzarse vencedores, pero los gritos que clamaban la cabeza de aquel niño estaban cada vez más cerca; se le agotaba el tiempo…
—¡Ahí está! —exclamó uno de ellos, que acababa de verlos.
Llevada por un impulso, Erika cogió al chico del brazo y comenzó a correr todo lo rápido que fue capaz. Mientras los dos avanzaban desesperadamente, sabiendo que huían por sus vidas, oyó el estruendoso sonido de un arma al dispararse y al instante un terrible dolor apuñaló a Erika en el costado, arrebatándole un grito de dolor. Pero ella no se detuvo, siguió corriendo sin soltar al chico, negándose a morir.
Por suerte para ambos, la espesura del bosque se hizo más intensa a medida que lo atravesaban y encontraron refugio en la ladera de una escarpada pendiente repleta de árboles, cuya forma cóncava les haría invisibles a ojos de sus perseguidores. Los dos permanecieron allí varios minutos, atentos a cualquier ruido, hasta que, tras lo que pareció ser una eternidad, los Carroñeros siguieron adelante y se perdieron en la lejanía.
Erika intentó levantarse, pero subestimó el dolor de su herida y volvió a caer al suelo profiriendo un quejido.
—Déjame ver —le dijo el chico acercándose a ella.
—No me toques —le espetó con brusquedad.
El chico entrecerró ligeramente sus ojos celestes con gesto indignado.
—Solo trato de ayudarte —le recordó.
—¿Ayudarme? —dudó Erika con una risa sarcástica mientras se levantaba muy lentamente—. Es por tu culpa por lo que estoy herida y posiblemente infectada.
—¡Yo no estoy enfermo! —bramó él con el rencor aflorando en su voz.
—Eso no lo sabes. —Cogió su zurrón y se dispuso a regresar a la cabaña.
—¿A dónde vas? —le preguntó el chico—. Si vuelves te encontrarán. —Erika siguió caminando con lentitud—. Eres una ilusa si crees que los Carroñeros no han saqueado y destrozado ya tu refugio.
La joven se detuvo, impotente al saber que llevaba razón, y se giró hacia él con una expresión severa.
—¿Y qué pretendes que haga? ¿Acaso tienes tú un lugar mejor al que volver?
—Sí —respondió con seguridad.
—¿De veras? ¿Y qué lugar es ese? —le preguntó de forma hostil.
—Es un campamento. Está en una isla, al norte de aquí. —El chico se levantó y sacudió la nieve de su ropa—. Allí tienen medicinas; curan a la gente. Y tú necesitas que te curen, porque sabes tan bien como yo que con esa herida no pasarás de este día.
Erika miró al muchacho repleta de rabia y resignación al comprender que, en su estado, necesitaría su ayuda si quería sobrevivir. Requirió de un largo momento para asimilar la situación en la que se encontraba.
—¿Cómo te llamas? —inquirió ella al fin, con la voz impregnada de desidia.
—William —le dijo él, acercándose.
—Pues si quieres llegar a ese campamento vas a tener que ayudarme a caminar, William.
El muchacho se puso a su lado y la sostuvo por la espalda, dejando que ella se apoyara sobre su hombro.
—¿No vas a decirme tu nombre? —quiso saber él.
—Erika —dijo quedamente—. Mi nombre es Erika.
Y sin decir una palabra más, ambos emprendieron la marcha hacia el norte, donde la muerte podía estar aguardándoles. Erika no creía que existiera tal campamento, y si existía, dudaba que pudiera confiar en quienes lo habitaban, pero no tenía más opciones: necesitaba medicinas si no quería morir. Por ello, caminó ayudada de aquel chico durante toda la mañana, deteniéndose únicamente a tomar un bocado para recuperar fuerzas.
William cocinó la liebre que ella había cazado y fue en busca de agua. Cuando reanudaron la marcha, volvió a colocarse a su lado para ayudarla a caminar y no se quejó una sola vez del peso que cada vez recaía con mayor insistencia sobre sus hombros.
Al llegar la tarde, la joven había perdido todo color en sus mejillas, tenía escalofríos y estaba tan débil que apenas se percató de que, tras alcanzar la costa, varias personas acudían en su ayuda y hablaban con William de lo que había sucedido.
Erika oía sus voces en la lejanía, como si se hallara sumida en un mar profundo, y sentía que su cuerpo se mecía apaciblemente sobre una recia superficie.
—Vamos…, tienes que aguantar —le decía William, mojándole el rostro para que volviera en sí.
Ella abrió los ojos con esfuerzo y pudo ver que se encontraba en una barca llevada por un desconocido. Asustada, hizo el débil ademán de huir, pues creyó que se trataba de un Carroñero, pero en ese instante distinguió el lugar al que se dirigían y una absoluta perplejidad la invadió.
Más que un campamento, lo que se erigía sobre la isla parecía una pequeña aldea habitada por un centenar de personas. Pero lo que casi la dejó sin aliento no fue aquel lugar, sino que en él, corriendo y jugando como si nada importara, vivían niños. Niños que colmaban el aire con sus risas preñadas de inocencia y felicidad; niños que no se escondían, a los que nadie temía. Niños siendo niños.
A Erika le pareció que la vida la llenaba de nuevo y una lágrima se deslizó por su mejilla. No podía dar crédito a aquella imagen. Era como si, de repente, pudiera existir un futuro; como si el fin del mundo se hubiese desvanecido para dar lugar a un nuevo comienzo y por primera vez se pudiese albergar un resquicio de esperanza. Entonces sintió que una mano aferraba la suya y vio los celestes ojos de William sonriéndole. Unos ojos ancianos e ingenuos al mismo tiempo, repletos de la vida que aún les quedaba por vivir.
martes, 19 de febrero de 2013
Primer adelanto... #20RelatosDelFinDelMundo
Uno de nuestros autores logra romper las cadenas que lo mantienen preso y asoma la cabeza por una ventana...
ALBERT CALLS. Periodista en medios de comunicación catalanes desde hace más de 25 años. También ha trabajado como editor y librero. Tiene publicada obra de poesía, narrativa y ensayo, y fue uno de los precursores de los blogs en catalán.
En 2006 participó en la antología Un deu. Antologia del nou conte català, publicada por Pàgines de Espuma y traducido al castellano.
ASÍ EMPIEZA SU RELATO:
<< El arcángel exterminador tiene el rostro adusto de Arnold Schwarzenegger y blande entre sus gruesas manazas un potente fusil láser diseñado por tecnología claramente extraterrestre, en lugar de la tradicional gran espada flamígera. Es el primer alienígena que llega a la Tierra y todos los noticiarios del mundo lo recogen en una imagen que se convierte en historia a través de las redes sociales. Bueno, de hecho, a partir de ese momento todos los habitantes del planeta pasan a ser leyenda porque esto se acaba, llega el final de los tiempos con un ejército de ángeles y demonios liándose a mamporrazos, explosiones de gran formato y humanos corriendo como cucarachas inmundas, sin salida posible...
Frankie despierta de golpe de su sueño cayendo del sofá, sintiendo un fuerte dolor en el cuello y consciente, en tan solo unos microsegundos, que se ha quedado dormido y la película de serie B que emiten en el televisor ha alterado sus sueños, convirtiéndolos en una pesadilla de Ci-fi con toques trash y retro. Pero al fin y al cabo, más allá del espanto esporádico, nada que supere su triste realidad actual. Y es entonces, en ese preciso instante, mirando la pantalla apagada de su ordenador portátil, delante de sus ojos, cuando recuerda como ha llegado a aquella cabaña, perdida en un recoveco de unas montañas anónimas.>>
miércoles, 2 de enero de 2013
Certamen 20 Relatos
BASES CONCURSO RELATOS (20 Relatos)
Para terminar el año con una guinda bien jugosa vamos a anunciar el concurso de relatos Yo Sobreviví al Fin del Mundo.
Certamen de relatos
Yo Sobreviví al Fin del Mundo
¿Te gustaría que uno de tus relatos apareciera en la próxima publicación de Otros Mundos? Envíanos un relato de 4 a 5 páginas a contacto@editorialotrosmundos.com antes del 1 de febrero y entra en una antología inolvidable.
BASES
- Cada participante podrá enviar un solo relato, éste irá acompañado por su nombre, apellidos, edad y contacto
- El relato podrá ser en castellano y/o catalán indiferentemente
- Los relatos deberán ser enviados a contacto@editorialotrosmundos.com antes de las 22.00h del 1 de febrero de 2013
- El tema para el relato será el fin del mundo, pero la forma de narrarlo es libre
- El relato podrá tener de 4 a 5 páginas en letra Georgia, punto 12 e interlineado 1.5
- El ganador del certamen será anunciado en la web, blog y muros de la Otros Mundos editorial el 10 de febrero
- El ganador del relato cede los derechos del mismo a Otros Mundos editorial para su publicación en la antología de 20 Relatos del Fin del Mundo (en catalán y castellano) en papel, e-book y audiolibro, así como aquellas reimpresiones que fueran necesarias
- El ganador será publicado en la antología 20 Relatos del Fin del Mundo y recibirá un ejemplar en papel a la dirección que proporcione a Otros Mundos editorial
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